PAPA FRANCISCO EN TIERRA SANTA
En el Santo
Sepulcro con el Patriarca Bartolomé
ALGUNAS PALABRAS DEL PAPA FRANCISCO:
Santidad,
Queridísimos hermanos obispos, Queridísimos hermanos y hermanas.
En esta Basílica, a
la que todo cristiano mira con profunda veneración, llega a su culmen la
peregrinación que estoy realizando junto con mi amado Hermano en Cristo, Su
Santidad Bartolomé.
Es una gracia extraordinaria estar aquí reunidos en
oración. El Sepulcro vacío, ese sepulcro nuevo situado
en un jardín, donde José de Arimatea devotamente colocó el Cuerpo de Jesús, es
el lugar de donde parte el anuncio de la Resurrección: “Jesús, el Crucificado.
No está aquí, ha resucitado como lo había dicho. Vayan en seguida a decir a sus
discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos».” (Mt 28,5-7). Este anuncio,
confirmado por el testimonio de aquellos a quienes se apareció el Señor
Resucitado, es el corazón del mensaje cristiano, trasmitido fielmente de
generación en generación.
Es el fundamento de
la fe lo que nos une, gracias a la cual juntos profesamos que Jesucristo,
Unigénito Hijo del Padre y Nuestro Único Señor, “padeció bajo el poder de
Poncio Pilato, fue crucificado muerto y sepultado, descendió a los infiernos, y
al tercer día resucitó de entre los muertos” (Símbolo de los Apóstoles). Cada
uno de nosotros, todo bautizado en Cristo, ha resucitado espiritualmente desde
este Sepulcro, porque todos en el Bautismo fuimos realmente incorporados al
Primogénito de toda la Creación, sepultados con Él, para ser resucitados con Él
y poder caminar en una vida nueva (cf. Rm 6,4).
Recibamos la gracia especial de este momento. Detengámonos con devoto recogimiento ante el Sepulcro vacío, para
redescubrir la grandeza de nuestra vocación cristiana: somos hombres y mujeres de resurrección, no de muerte. Aprendamos
de este lugar, a vivir nuestra vida, los afanes de nuestras Iglesias y del
mundo entero a la luz de la mañana de Pascua.
Cada herida, cada
sufrimiento, cada dolor, fueron cargados en los mismos hombros del Buen Pastor
que se ofreció a sí mismo y con su sacrificio nos abrió el paso a la vida
eterna. Sus llagas abiertas son la apertura a través de las cuales se revela al
mundo el torrente de su misericordia. ¡No nos dejemos robar el fundamento de
nuestra esperanza!, que es justamente esta: ¡Cristo ha resucitado! ¡No privemos
al mundo del gozoso anuncio de la Resurrección! Y no seamos sordos al fuerte
llamado a la Unidad que resuena precisamente desde este lugar, en las palabras
de Aquél que, resucitado, nos llama a todos nosotros “mis hermanos” (cf. Mt
28,10; Jn 20,17).
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