Recuerdo mis años de
infancia, con muy pocas oportunidades escolares, pero tengo la gran suerte de
que mi tierna madre Benedecta Galella me enseñe “el inmenso e ilimitado amor de
Dios”. Cuando cumplo 12 años, muere mi padre Domingo Mayela y tengo prácticamente
que hacerme cargo de mi familia, trabajo y aprendo en el taller de un señor
sastre muy enérgico, ah como lo recuerdo…, por cierto, lo veo algunas veces;
ahora se encarga de remendarles los vestidos a los serafines y a los querubines
y de emparejarles mensualmente las alas, porque los peluqueros celestiales no
aprenden en la tierra a emparejar alas.
La felicidad que
Dios pone en mi alma cada vez madura con la certeza de que Dios siempre está
conmigo y descubro muy pronto que “hacer la voluntad de Dios” es lo único
importante en la vida. (Disculpen por favor que no escribo mucho el tiempo
pasado, en primera porque mi formación escolar, académica, como se llame, es
mínima; y en segunda porque aquí en el cielo no hay pasado, todo es presente).
Y hablando de
oportunidades escolares, en este mes que la tierra vive y llaman septiembre,
muchos niños y jóvenes tienen poco de iniciar su curso escolar. Me alegro
muchísimo con todos los que tienen esa grande y bendita oportunidad de que sus
padres, los maestros, las instituciones educativas, los gobiernos y la misma
Iglesia ofrezcan a los niños y a los jóvenes la enseñanza y la educación
necesarias para que todos se desarrollen en las oportunidades de trabajo, de
servicio, de investigación creativa en un ambiente fraterno de paz y de
justicia, y en un constante progreso de armonía y bienestar en la fe y en la
firme esperanza de que nada quedará sin la justa recompensa en la tierra y la
feliz y eterna bienaventuranza en la casa de nuestro Padre Dios que nos ama entrañablemente.
Esto lo vivo y lo experimento siempre: Dios nos ama “inmensa e ilimitadamente”.
Cuánta razón tiene mi mamita Benedecta que así me lo enseña y explica.
Cuánta razón tienen
muchísimas mamás en el mundo que así lo explican y enseñan cada día a sus bebitos,
a sus niños, a sus jóvenes. Muchas de ellas se acercan a mí en mis altares para
pedirme que les ayude en esta ardua tarea de la educación. Cuenten conmigo, yo
las escucho siempre; y cuando se trata de consolar, aliviar, proteger, educar;
mis súplicas e intercesión ante mi gran amigo Jesús y su tierna y santa Madre
la Virgen María les son muy agradables y me despachan muy pronto los favores.
Amo y quiero mucho a todas las mamás y a sus hijos.
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